Puede que al narraros esta historia queden vacíos, veladuras propias del devenir de los años, lagunas diáfanas que a pesar de todo, atraen hacia mí como ocurrió todo en aquellos ahora añorados y lejanos tiempos de mi juventud en Creta.
Eran mis años de plenitud, alegría y vitalidad. Mi vida a los dieciocho transcurría plácida admirando las bellas calas y hermosos molinos de viento inmaculadamente blancos que coronaban las ahora terrazas agrícolas de antiquísimas montañas volcánicas; hoy aprovechadas también para extraer mármol, pero especialmente el negro y duro basalto.
Mi trabajo principal consistía en apacentar las ovejas y cabras de mi madre. Eran parte de la familia y nacían y morían con nosotros. Mamá llevaba en su rostro el calor vital de las entrañas de la tierra, ¿mi padre...preguntáis?...¡murió!, por un desprendimiento de rocas en el subsuelo marino a casi treinta metros de profundidad..., y allí fue encontrado por sus viejos camaradas, como él solía llamarles. Dicen que estaba con los brazos extendidos, en cruz. En una mano llevaba esponjas y madréporas, y en la otra, su puñal de buceador que en aquella ocasión le sirvió de poco. No pudo romper la roca caliza coralina que le dio su mortal abrazo, pero ni la muerte le hizo soltar el fruto de su trabajo en aquél fatídico día.
Fui educado especialmente por mi anciana abuela, se llamaba Electra como la diosa del Olimpo. Mamá trabajaba demasiado en una pequeña empresa local,- como para atenderme-. Todo el día tejiendo hermosos lienzos con motivos marinos y cretenses. La abuela y mi madre me dieron todo lo que fui y soy, especialmente un soñador en pos del amor verdadero y eterno. Lo tuve... por cierto que lo tuve..., se llamaba Erea, parecido al de mi madre que se llamaba Nerea. Creo que fue una broma del destino, si es que vosotros pensáis que detrás de todo este escenario hay algo más y no tan sólo los acontecimientos del cotidiano vivir, como: comer, trabajar... Yo creo que solamente a pocos mortales les es permitido en contadas ocasiones el ver las secretas páginas del libro de la vida, prohibidas para el resto de sus congéneres. Mi piel en aquel tiempo era tersa y bella, propia de mi edad; tostada por el benigno sol y el clima meridional. Muy atrás en los siglos quedaron las invasiones turcas y la pequeña isla rezumaba armonía, confort y una alegría propia de los pueblos felices. Ella, Erea, llegó en barco, por las aguas, como las diosas del mar, surgiendo de las olas, así la vi por vez primera. Tenía el pelo dorado con vetas rojizas, de largas trenzas y mechas como destellos de oro y fuego. Jamás había visto nada tan bello, nunca pensé que la humana belleza pudiese expresar tanta perfección más propia de dioses que de humanos. Su frente brillante y sedosa expresaba profundidad, inteligencia y elevación espiritual. Sus labios rectos sonrosados y carnosos, pero delicados, expresaban una total femineidad, dulzura y calidez de corazón y de alma..., su nariz perfecta, proporcionada y rectilínea indicaba el fuego poderoso de la interna voluntad, carácter firme, ideas elevadas y sabiduría. Y el resto de su cuerpo era el arquetipo de la belleza helena del pasado. ¿La vi o la soñé?, -no sé-.
¡Joven ven aquí!..., -gritó con entusiasmo al acercarse el bote que la transportaba a la playa-.
Yo me miré a mi mismo estupefacto. Me señalé con el índice y respondiendo a su pregunta, grité con cierta nerviosa actitud: ¿es a mí?.
Sí, sí, a ti... ¿a quién si no?, - y se rió abiertamente -. Evidentemente mi pregunta fue estúpida, no había nadie más en la playa, salvo mis cabras y ovejas.
Dejé a mi rebaño que pastara tranquilo junto a esta playa rocosa y terrosa y sin dudarlo me sumergí en el mar llegándome el agua más arriba de las rodillas.
¿Cómo te llamas joven? – inquirió esta vez con simpática resolución -.
Me llamo... me llamo..., -titubeé...- Parmínides.
Bien Parmínides, saca primero mi baúl de la barca, y después si no es demasiada molestia, ¿me podrías llevar en brazos hasta tierra firme?
Saqué primero el baúl como ella dijo de aquella barca hermosamente pintada en bellas tonalidades azul celeste y blanco. Lo cargué sobre mi espalda y lo dejé en tierra firme. Regresé al bote que la había traído mientras en mi interior el corazón latía con mucha fuerza, parecía quererse salir del pecho. Extendí mis brazos y ella se dejó aferrar a ellos como lo más natural del mundo, sin ningún tipo de falso pudor. Se acomodó con total naturalidad y volteó su cabeza mirando hacia atrás saludando a los dos marineros del bote que la habían traído a la playa, posteriormente con el brazo en posición más extendida, saludó al pasaje y marinos de la goleta de blancas velas que estaba fondeada mar adentro en aquella rada rocosa de peligrosos arrecifes coralinos, a un cuarto más o menos de milla náutica. Cuando por fin dejó de saludar, rodeó su brazo en torno a mi cuello y fue como si una corriente de nueva vida, calor y humanidad inundase todo mi ser. Erea por entonces tenía veintidós años según supe después, pero la edad en ella era como una entelequia, parecía como si el mismísimo tiempo fuera una total abstracción en su vida y no la afectara en lo más mínimo.
Me enamoré, se enamoró o...¿nos enamoramos?..., tampoco lo sé..., Lo cierto es que una vez se instaló como maestra en mi pequeña aldea yo hacía lo imposible para que mi rebaño pastase en el esquilmado terreno rocoso cercano al patio de recreo de la escuela local, por donde salían los niños siempre protegidos por su radiante presencia. Mis cabras y ovejas se quejaban y querían marcharse de allí ya que no había suficiente pasto fresco para alimentarlas. Yo debí hacer el pequeño truco cada noche de ir a dicho lugar cargado con montones de heno, hierba fresca y granos de trigo y cebada que esparcía por el mismo, para que al día siguiente el rebaño estuviese tranquilo y no se quejara. Así aprovechaba para verla. Esto me permitió entablar amistad con ella y de ésta brotó un intenso amor correspondido, sin saber especialmente porqué yo la había cautivado. Ambos tuvimos que superar los prejuicios locales, pocos, pero que veían mal que la mujer le llevase varios años al hombre.
Me tenía encandilado. Me hablaba de la historia, de la cultura griega, de los héroes remotos helenos: de Paris, Agamenón, Leónidas, Hércules, Perseo..., de las construcciones sagradas que eran réplicas exactas matemáticas del cosmos, extrapolado al microcosmos del hombre y su cultura. De viejas gestas, de luchas épicas y de guerras como la de Troya. Yo..., por el contrario le enseñaba a amar la tierra, cada roca, cada recodo, árbol o arroyo de la montaña. Mi amado sol mediterráneo, los rincones floridos de mirtos y arrayanes así como los verdes y recónditos pastos. Caminábamos largas horas en total silencio extasiándonos en la contemplación de la belleza que nos rodeaba por doquier. Ella llevaba su cuaderno de notas y sus lápices de colores tomando apuntes escritos de cuanto veía, así como haciendo también bellos apuntes pictóricos. Yo sólo tenía una vieja brújula regalada por un viajero inglés que llegó años atrás. Llevaba mi cayado de pastor, el zurrón, y siempre cuidando el rebaño iba también mi fiel perrita Casiopea. Le hablaba a Erea de los viejos olivos milenarios y de las leyendas de gnomos y hadas que se les atribuían. Cuando llovía nos escondíamos y refugiábamos en viejos ermitorios abandonados donde antaño estuvieran recluidos monjes eremitas.
¿La primera cita de amor?... o Dios..., cómo hablar de lo que no puede ser narrado. Cómo expresar con palabras lo que es sentir la brisa del viento en el rostro, el olor salobre del mar, o los aromas sutiles a menta, lavanda, tomillo y orégano. Cómo haceros partícipes del color de nuestros besos, de la entrega total y limpia a la vida. Cómo expresar las exquisiteces y músicas de nuestros silenciosos abrazos de entrega. Sus ojos me transportaban al remoto pasado. Eran las ventanas de un sintiempo eterno y sus moduladas palabras era pura sinfonía para mis embelesados sentidos que no me cabían dentro del cuerpo.
Así pasamos tres maravillosos años. Aprendió tanto de mí, como yo de ella, y ambos perfeccionamos nuestros espíritus y nuestras almas. Le enseñé a bucear entre el banco coralino cercano al lugar donde falleció mi padre; y Erea por su parte me hizo ver que en cada vieja piedra tallada, había la mano de un artesano del pasado, un corazón latente con sus esperanzas y sueños de otro tiempo. Me enseñó a amar a mi tierra y a mi historia. Pero llegó el día fatídico, el día escrito por los dioses para su tránsito. Para que mi auténtico amor se marchase de mi vida tal como vino: con una sonrisa, con luz y admiración.
Estábamos caminando entre las ruinas de un palacio abandonado cuando me dijo:
Cariño, toma mis manos... tengo frío... Tomé sus manos y noté que las tenía muy frías y que su cuerpo temblaba extrañamente.
¿Qué te ocurre Erea?, ¿quieres que vayamos a mi casa para que te preparen algún remedio de hierbas?. Le pregunté con cierto temor.
No sé amor mío... –balbuceó con inseguridad-. Tal vez sea que anoche cogiera frío durante la fiesta de primavera. Ya sabes que cuando me entrego a la danza dejo de ser yo misma. Soy incapaz de pensar con sentido común. Algo superior a mí me transporta a la pura música y ritmo vital, y en esos momentos soy incapaz de sentir frío o calor..., ya sabes que ésta es mi pasión... –matizó como reprochándose a sí misma por no haber tenido en cuenta la fresca brisa de la noche, demasiado fría para la estación en que estábamos -.
Bien, no temas cariño – le respondí -. Vayamos entonces a hablar con mi abuela que seguramente vendrá de camino de la capilla para que cuando vayamos a casa te prepare cuanto antes un cocimiento de marrubio, tomillo, salvia y miel..., todo muy, muy caliente. Y que te dé fricciones en el pecho con esa pomada que ella misma prepara. Te acuestas en mi casa y dentro de un par de días estarás como nueva.
Erea me miró. Asintió con la cabeza y se dejó llevar.
Pasó varios días en mi casa al cuidado de mi madre y abuela. Se recuperó y le regresó su color natural y aquella belleza de diosa que le caracterizaba. Volviendo a su ritmo de vida cotidiano en la escuela local. Y también volvía a ser ella misma siempre radiante, feliz, simpática con todos los seres humanos o no humanos. Adoraba a los gatos, pájaros, perros y cómo no, a mis ovejas y cabras. Parecía de nuevo una rosa brillante. Pero en ocasiones, muy pocas, fruncía sus labios como si un oculto eco de dolor lejano le advirtiese. Afloraba esporádicamente y por poco tiempo, el suficiente como para señalar a la conciencia externa los llamados secretos del alma.
Hoy nadaremos junto a la gruta de los piratas...
Era un amanecer de domingo luminoso brillante y transparente de primavera. El día acompañaba y el agua estaba... ¡espléndida! ... grité, cuando me zambullí sin miedo en las frescas aguas cristalinas.
Desde la roca junto a la gruta señaló con vigor: ¡ te esperaré aquí sentada mirando tu boya de seguridad... así estaré tranquila... hoy no me apetece bañarme..!
¡ De acuerdo ¡ - respondí y tomé varias bocanadas de aire para acto seguido sumergirme llevando atada a mi muñeca la cuerda de cáñamo trenzado en cuyo extremo estaban unos corchos –
En el exterior los rayos primeros del sol de la mañana pintaban las diminutas ondulaciones del tranquilo mar, dando al lugar el aspecto de un campo de trigo dorado mecido por el viento. Las golondrinas de mar con sus agudos cantos volaban alegres y rozaban con sus picos en un perfecto vuelo rasante, la espuma de las diminutas olas, en búsqueda de su desayuno. Ese cuadro perfecto de vida y color preparaba el retorno de la diosa a su reino.
Cuando en una de emersiones salí mostrando la concha vacía de un caracol marino, escuché sus últimas palabras: Parmínides, acércate hasta el templo hundido y cógeme unas rosas marinas vivas para que las acaricie y después como siempre hacemos, las retornas a su lugar.... – Así llamaba ella a las anémonas de mar -. Lo curioso es que no sentía escozor ni irritación alguna por tocarlas. Yo debía coger la piedra en la cual estuviesen adheridas con muchísima precaución. Volví a tomar mucho aire y justo antes de sumergirme pude ver que parecía algo cansada y que se estaba apoyando en una columna pétrea de la gruta del pirata. En realidad tal columna no era sino la fusión de una estalagmita con una estalactita. Parecía que allí deseaba descansar su espalda. Su mano cogía un bastón de peregrino con una diminuta calabaza en su extremo, que le había regalado meses atrás un monje caminante, y con la otra mano parecía que dibujaba abstraída figuras en la poca arena negra depositada en esta gruta. Creo que la vi por último mirar al horizonte infinito.
Con aquellos pensamiento me sumergí. Fui hasta el templo y cogí una piedra con una anémona adherida y nadé hacia la superficie. Después me acerqué hasta la orilla rocosa, escalé las pocas piedras y me acerqué a Erea. Parecía dormida, pero con los ojos entreabiertos, como en un duermevela, muy luminosos, enfocados hacia el joven sol de la mañana. Algo se había roto internamente dijeron horas después los doctos académicos. Afirmaron que la coronaria..., pero yo opino que eso son sólo datos técnicos nada más... Cuando en aquel trágico momento me percaté al fin que se había ido de este mundo, la besé en la frente y llorando a su lado como un niño la dejé mirando al mar. Quedé acurrucado a su lado un tiempo que me pareció eterno, sin atreverme siquiera volver a tocarla. Hasta que viendo la escena desde lejos unos pescadores que por allí faenaban se acercaron curiosos con la barca a este simbólico escenario. Uno de ello caritativamente, se quedó a mi lado consolándome, el otro marchó a buscar a la autoridad y por fin se la llevaron al dispensario local, donde los médicos dieron su diagnóstico.
Días después de este amargo suceso, por suscripción de todos los vecinos, se le construyó su último aposento: un sarcófago del más puro y brillante basalto. Se hizo una ceremonia especial y desde una barcaza se hundió su última morada justo en el patio del templo sumergido, el cual cuando estuvo al exterior tal construcción humana, hubo pertenecido a la diosa Palas Atenea. Una vez el sarcófago en el fondo marino, se sellaron las cámaras de su postrera morada, rodeada de la singular belleza de la vida submarina tan radiante de mi isla.
Si alguna vez vais a Creta, acercaos a mi aldea y pedid que os acompañen a la gruta secreta del pirata frente al mar. Allí un gran escultor realizó una copia fidedigna en mármol rosado de aquella diosa del mar. Dicen en el lugar que una vez al año durante la Luna Llena de Tauro, tal como hacen los dioses, regresa el espíritu de aquel ser excelso y que tomando posesión de la escultura, la estructura pétrea se transforma y se transmuta en carne viva y permanece de nuevo allí durante horas, hasta que los primeros rayos del sol de la mañana se adivinan por el este. Sin apenas cambiar de postura, jugueteando como hizo en su último día, dibujando en la arena y tirando pequeños guijarros al mar.
¿Creéis que es mentira?...bien..., pues creedlo. Yo he tenido la fortuna de estar muchas veces de nuevo a su lado en esa fecha cósmica señalada. E incluso hablando con ella. Y esa ha sido la fuerza que me ha hecho regresar una y otra vez a mi isla. Esa fuerza de vida que ella trae consigo cada año ha sido la que me ha permitido mantenerme en este estado juvenil y radiante de mis treinta años, durante más de un siglo... podéis estar seguros. De todas formas si os indican el lugar, consideradlo como sagrado y contentaos solamente en ver su estatua que parece seguir durmiendo como cuando dejó su cuerpo humano. Y respetad a mi verdadero amor, Erea, y la estatua que la inmortaliza como legado del poder del amor ante la muerte y como testimonio perpetuo de dicha verdad para las generaciones futuras.
J.V & S.