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viernes, 19 de febrero de 2010

LAS GUARDIANAS DE LA LLAMA SAGRADA


Tanto en la cultura griega y romana más desarrolladas, así como otras anteriores de la culturas o asentamientos poblacionales en la franja de tierra entre los ríos Tigris y Éufrates – Mesopotamia-, Egipto, etc., no nos extraña consideraran también al fuego como algo sagrado, tal vez por la dificultad implícita en conseguirlo, pero especialmente por tomar conciencia del gran poder que posee de alterar, transformar o modificar los cuerpos puestos a su alcance. Y así el sacrificio ritual de animales en los templos antiguos no era sino para congraciarse los humanos con los dioses, ya que el fuego simbolizaba para ellos lo divino, sagrado y eterno, tanto en el mundo externo o en el interno del propio ser humano.
Sabemos que en los templos de la antigüedad y muy particularmente en los templos griegos ardía la llama continuamente y se mantenía ese fuego sagrado siempre ardiendo dedicándolo a la diosa Hestia que pasó más tarde a llamarse Vesta en la cultura romana y el cuidado y alimentación de la llama a las llamadas vestales. Tanto Hestia como Vesta fueron diosas del hogar, del fuego y el calor que dan vida a los hogares y a las personas que en ellos habitan.

Vesta en la religión romana era llamada también con el sobrenombre de AIO LOCUCIO lo cual llevaba consigo la idea de mantener no sólo el fuego externo sino el del templo de la llama interna, por ello sus sacerdotisas entraban en el templo a muy temprana edad, siendo consideradas las “guardianas o sacerdotisas del fuego eterno” –el que nunca se apaga.
Aquellas doncellas del templo, las vestales, debían ser vírgenes; de padre y madre reconocidos, y de gran hermosura. Eran seleccionadas a la edad de seis a diez años. Una de sus mayores responsabilidades era mantener encendido el fuego sagrado del Templo de Vesta, situado en el Foro Romano. Estaban tocadas con un velo en la cabeza y portaban una lámpara, naturalmente encendida, entre las manos.
El servicio como vestal duraba treinta años, diez de los cuales estaban dedicados al aprendizaje, diez al servicio propiamente dicho y diez a la instrucción. Transcurridos estos años podían casarse si querían, aunque casi siempre lo que ocurría es que las vestales retiradas decidían permanecer célibes en el templo.
Su ocupación fundamental era guardar el fuego sagrado. Si éste llegaba a extinguirse, entonces se reunía el Senado, se buscaban las causas, se remediaban, se expiaba el templo y se volvía a encender el fuego. El fuego era encendido usando la luz solar como fuente de ignición. La vestal que hubiera estado de guardia cuando el fuego se apagaba, era azotada.
Las vestales tenían el privilegio de absolver a un condenado a muerte que encontraran cuando éste era conducido al cadalso, siempre y cuando se demostrase que el encuentro había sido casual.
El perder la virginidad era considerado una falta peor incluso que el permitir que se apagase el fuego sagrado. Inicialmente, el castigo era la lapidación; luego esta pena fue sustituida por el decapitamiento y el enterramiento en vida. Sin embargo, sólo se conocen veinte casos en los que esta falta fue detectada y castigada.